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Al cruzarse con La Babilonia uno siente gratitud y alivio, porque una joven cantaora española es ya una artista internacional que está abriendo camino sin contentarse con la tentación del éxito inmediato. Luego, asombro, por el arrojo con el que extiende la mirada desde el origen de los tiempos hasta el porvenir. Que una flamenca de voz refinada, con solera de tradición, se haya lanzado a componer letra y música en esa dimensión visionaria es un milagro que alumbra el fogón de la música popular española. La radicalidad femenina con que reta a un mundo dominado por sujetos que encubren su debilidad tras el gesto amenazante es una seña bienaventurada. Y esa justeza con la que trae de nuevo a escena la sonoridad del rock experimental... Al llegar a su versión de Moonchild, uno entiende una parte sustancial de su linaje sonoro, que no solo convoca a los King Crimson de manera explícita, sino al delicado Robert Wyatt o al aventurero Brian Eno, también amigo de la guitarra exploradora de Robert Fripp. Cuando los instrumentos del grupo mezclan lo acústico con la electrónica, nos viene el recuerdo de la Incredible String Band. Nadie había ido tan lejos en territorio flamenco.

 

Lejos, más lejos, tanto hacia delante como hacia atrás: ‹‹Voy a subirme al tren que no me traiga más…››, dice la cantaora. Si de avistar la raíz oriental del cante flamenco se trata, ¿por qué quedarse a mitad de camino, por qué no remontar desde la sonoridad de Ziryab, el mirlo negro de Bagdad que puso escuela en Córdoba, hasta la Babilonia perversa de la que Occidente aspira a ser espejo roto en mil pedazos, hasta las fuentes del Tigris y del Éufrates, hasta los mitos de origen preservados en la epopeya de Gilgamesh, más antiguos que los de Grecia y Roma, que el canto clásico musulmán y que los laúdes de Persia? En esos mitos yacen algunas de las claves más profundas del ser humano. La familiaridad con que la cantaora mantiene trato con ellos, a la par que proporciona alivio, mete algo de miedo. No en vano Gilgamesh bajó a los infiernos antes que Orfeo por rescatar a un amigo, en su búsqueda inútil de la inmortalidad, huyendo del amor peligroso de la tremenda Ishtar, la diosa tentadora que viajó a Cádiz en barco fenicio. Los versos más personales e íntimos de Mariola Membrives, combinados con citas textuales y letrillas flamencas que huyen de la rima obvia, adquieren en este contexto sentido de palabra sacra.

 

Pero este álbum de veinte escenas sonoras inauditas reclama una escucha desnuda, exclusivamente musical. Las melodías se ajustan a los versos con flexibilidad, tan clásicas como contemporáneas, tan roqueras como flamencas, dando amplitud a la dicción precisa. Guitarras y sintetizadores son los hilos de la trama en que se tejen las figuras del mito, que revive con afán delirante de explicar el mañana. Guitarras y vientos exploran escalas tonales y atonales, se dejan filtrar por los sintetizadores para integrarse en una suerte de coro de voces espectrales. La propia voz de la cantaora se complace en pasar por esos filtros para hacer palpable el paso de los fantasmas, en contraste con el registro cercano y desnudo que en otros momentos dice ansiedades o remansa la respiración. La cantaora se duele y se goza de su estatuto apátrida, desdeñoso de toda seguridad fingida. Los pulsos rítmicos renuevan la psicodelia andaluza en un escalón creativo más alto, se hacen eco de las músicas urbanas sin acomodarse en la escasez mercantil de las ideas. En este coro neobabilonio la actitud vanguardista se hace belleza clásica, intemporal. Mariola suena centrada, en su sitio, sin perder ni un ápice de su naturaleza flamenca. Encarna la figura de La Babilonia con más realismo que aquella Zarabanda de tiempos cervantinos. Y da un golpe sobre la mesa en que los truhanes juegan con las figuras femeninas de la copla.

 

 

 

Santiago Auserón

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